Campo de pozos de fracking. Foto: Universidad Simon Fraser.

Fracking a la desesperada para extraer las últimas gotas

Extracto de Adiós, petróleo (Alianza Editorial), de Jorge Morales de Labra.

Tras constatar el progresivo agotamiento de las reservas subterráneas de hidrocarburos, lo primero que hicieron los ingenieros fue desarrollar técnicas que permitieran adentrarse en el mar para perforar también el lecho marino. Ya hemos visto las devastadoras consecuencias que tiene un «imprevisto» de ingeniería en una plataforma situada en alta mar y el tiempo que lleva solucionarlo, si es que alguna vez se consigue del todo. Eso sin contar con el impacto en la fauna de la región, incluso en ausencia de accidentes. Por ejemplo, es conocido el daño que tienen sobre los cetáceos las ondas generadas por las perforaciones de pozos en alta mar.

La innovación, sin embargo, no quedó ahí. Sabiendo que algunas formaciones rocosas contenían pequeñas cantidades de hidrocarburos en su interior que, por razones de estructura geológica del subsuelo no habían llegado a constituir grandes bolsas pero permanecían atrapadas en el mismo, se lanzaron a desarrollar las técnicas de fractura hidráulica, más conocidas como fracking (término derivado del inglés, «hydraulic fracturing»).

Hay quien define estas técnicas, con razón a mi juicio, como actuaciones a la desesperada para extraer del subsuelo las últimas gotas de petróleo.

La técnica consiste esencialmente en una perforación vertical, no muy diferente a la de los pozos convencionales, que llega hasta 2 kilómetros de profundidad15, seguida por sucesivas etapas de perforación horizontal, típicamente de 1-1,5 kilómetros de longitud, que van fracturando la roca y forzando a que se expulsen los hidrocarburos que contiene en las capas de su interior. Para hacernos una idea del mecanismo, podemos imaginar una esponja empapada en agua. Si no pudiéramos estrujarla, podríamos extraer el agua rompiendo su estructura interior hasta que acabara cayendo por gravedad. Como el mecanismo es tan agresivo y el recurso tan escaso, normalmente en cada pozo se recupera tanto gas natural como hidrocarburos líquidos, en proporciones variables según se va agotando el pozo.

La ausencia de grandes acumulaciones de hidrocarburos obliga a repetir la operación muchas veces, por lo que normalmente se construye una gran plataforma de más de 10.000 m2 desde la que se perforan seis u ocho pozos muy próximos entre sí, sólo a unos pocos metros de distancia. Posteriormente se van construyendo más y más plataformas a unos centenares de metros de distancia, dando lugar a las famosas imágenes de «queso gruyère» en las que queda convertido el terreno tras la llegada de las máquinas. En las zonas de Estados Unidos donde se realizan perforaciones, se supe-ran de media las tres plataformas por km2.

La fractura hidráulica se viene utilizando para incrementar la eficiencia en pozos convencionales desde los años cincuenta del pasado siglo; pero no ha sido hasta principios del actual cuando se ha desarrollado comercialmente para permitir su explotación masi va. Su crecimiento ha sido vertiginoso desde el año 2007, principalmente en Estados Unidos, lo que ha llevado al país a recuperar cifras de extracción de petróleo y gas inimaginables unos años antes y a prever su regreso a la autosuficiencia energética, en poco tiempo. No obstante, el mantenimiento de los niveles de producción récord alcanzados en 2014 requiere la perforación de miles de pozos cada año, dado que, a diferencia de las perforaciones convencionales, las de fracking se agotan muy rápidamente, con caídas típicas del 70 por ciento en la producción tras el primer año de explotación y que superan el 80 por ciento a partir del quinto año. Además, el coste de la técnica es normalmente superior al de las explotaciones convencionales, lo que explica su gran auge hasta mediados de 2014 y, a su vez, su profundo declive desde entonces, coincidiendo con el desplome de los precios internacionales del petróleo.

Para conseguir fracturar la roca se utiliza un fluido, compuesto principalmente de agua y arena, que se inyecta a altísimas presiones (entre 350 y 700 veces la presión atmosférica). La arena es necesaria para mantener abiertas las grietas en el proceso de extracción del petróleo o gas. Pero la mayor polémica en cuanto a la composición del fluido se debe a que, además de agua y arena, en torno a un 2 por ciento del mismo está compuesto de aditivos químicos cuya composición no se desvela por estar protegida por secreto comercial de cada compañía perforadora y que ha sido frecuentemente denunciada por colectivos ecologistas debido a estudios que avalan la existencia de sustancias cancerígenas.

Varias veces he constatado que los defensores de la técnica utilizan el bajo porcentaje de aditivos para justificar su inocuidad. Nada más lejos de la realidad. Las cantidades de agua son enormes y, en consecuencia, un 2 por ciento de las mismas también es una cantidad considerable. Por ejemplo, para perforar una plataforma de seis pozos se necesitan entre 54 y 174 millones de litros de agua, lo que supone entre 1.000 y 3.500 toneladas de aditivos químicos.

El problema, además, es que el fluido no circula en circuito cerrado, sino que sólo se recupera una parte del volumen inyectado, por lo que el resto queda en el subsuelo y reacciona químicamente con las sustancias allí presentes con consecuencias imprevisibles. El proceso está tan poco controlado que la variabilidad entre los porcentajes de fluido recuperado es altísima: la Agencia de Protección Ambiental estadounidense calcula que entre el 15 y el 80 por ciento del volumen inyectado es recuperado. Este fluido de retorno, aunque sólo suponga una pequeña parte del inyectado, es, además, uno de los principales riesgos medioambientales de la técnica. Los millones de toneladas de agua contaminada extraída por pozo no son nada fáciles de reciclar, por lo que suelen almacenarse en balsas, bien a la intemperie, con la consiguiente contaminación del aire y riesgo de vertidos por causa de las lluvias, bien en el subsuelo. El servicio geológico estadounidense ya ha advertido que la reinyección de fluido de retorno del fracking en el subsuelo tiene relación con el aumento de terremotos en la zona. Oklahoma, por ejemplo, ha pasado de una media de tres seísmos al año de magnitud Richter superior a 3 (perceptibles por la mayor parte de la población) a más de 900 en tan sólo cinco años, coincidiendo con la perforación de los pozos, lo que la ha llevado a liderar16 además la nefasta clasificación de estados con mayor número de movimientos sísmicos, superando incluso a California, bien conocida por la presencia de la falla de San Andrés, que la atraviesa.

Con respecto a los impactos medioambientales, además del visual y del relativo al fluido de retorno ya comentados, hay bastante desconocimiento aún de los efectos a corto y medio plazo que pue de ocasionar esta técnica. El documental Gasland17 se focalizó en la contaminación de acuíferos derivada del fracking, incluyendo impactantes imágenes de casas en las que la concentración de metano en el agua era tan alta que el mero acercamiento de un mechero encendido a la boca de un grifo lograba producir que prendiera una gran llamarada, como una bola de fuego.

Mención aparte requieren las fugas de metano, principal componente del gas natural, que inevitablemente se filtra a través del subsuelo y que no se puede capturar en su totalidad. La medición de las mismas es técnicamente imposible, salvo que se cubrieran vastas extensiones de terreno con gasómetros. Su impacto no es baladí: una tonelada de metano tiene 25 veces más poder de efecto invernadero (capacidad de absorber calor) que una de CO2 durante un periodo de cien años.

No es de extrañar, por tanto, que en las críticas de las asociaciones ecologistas al fracking también se incluya el absoluto desconocimiento que se tiene sobre las fugas de metano en el proceso de perforación, sobre todo sabiendo que gran parte del fluido de retorno queda en el subsuelo y que el gas podría filtrarse hasta llegar a la atmósfera, con lo que la técnica sería mucho más contaminan te que la extracción de petróleo en un pozo convencional.

Hasta el momento son pocos los casos en los que se ha acreditado la relación entre el fracking y la contaminación del agua de la zona y normalmente estos casos se han producido cuando la técnica de perforación era deficiente. En la actualidad —algo que no sucedía en el pasado— se suele exigir cubrir el tramo superior de la perforación, el que podría estar en contacto con acuíferos subterráneos, ubicados habitualmente a menos de 100 metros de profundidad, muy por encima de la roca perforada, con tuberías superficiales de revestimiento que impiden el contacto con el agua de los fluidos empleados en la fractura. No obstante, nuevamente nos encontramos con un lamentable procedimiento de prueba y error, en donde la Administración sólo reacciona imponiendo requisitos más exigentes cuando se registran accidentes. De nuevo, en estos casos los seguros de responsabilidad civil exigidos a las compañías perforadoras son manifiestamente insuficientes para hacer frente a los daños ocasionados.

A diferencia de Estados Unidos, el desarrollo del fracking en Europa es muy incipiente. Tres hechos son fundamentales para entenderlo: en Estados Unidos el subsuelo es también propiedad del dueño del terreno, mientras que en Europa es de titularidad pública, razón por la cual a las compañías interesadas en su explotación no les basta con pagar grandes cantidades de dinero a los propietarios del terreno afectado, sino que tienen que lidiar, además, con los Gobiernos, que, a su vez, son sensibles a las presiones sociales que reciben; hay mucho mayor desconocimiento geológico del subsuelo europeo que del estadounidense, por lo que el riesgo de encontrar una buena ubicación es mucho mayor; y existe una mucha mayor concienciación medioambiental en Europa, especialmente en el norte, que en Estados Unidos.

En todo caso, pase lo que pase con el fracking en Europa, no parece que los recursos asociados al mismo vayan a mitigar el problema de la escasez de hidrocarburos, mucho menos el del cambio climático. En el mejor de los casos cabe esperar que esta técnica «revolucionaria» afecte a los precios del gas y del petróleo durante unas decenas de años y prolongue el pico de producción durante otros tantos.

*Texto extraído del libro Adiós, petróleo (Alianza Editorial), del experto en energía Jorge Morales de Labra.

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