El tufo se siente desde lejos. Un vapor ácido penetra por las fosas nasales, enrojece los ojos, reseca la garganta y baja por el esófago hasta generar sensación de náusea. El arroyo El Cepillo se ha convertido en un flujo de petróleo. Es el riachuelo que da de beber a más de dos mil personas que viven en El Remolino, una localidad rural del municipio de Papantla, a orillas del Golfo de México. Reventó una de las docenas de tuberías que serpentean bajo las casas, ríos y cultivos del sureste mexicano.
“En las noches es peor, sube el gas y nos arden más los ojos; y el bebé, imagínese, no para de llorar”, dice Julia, una señora que vive a escasos cien metros arriba del arroyo. Pero lo peor es que toda la comunidad, más de dos mil personas, llevan tres meses sin agua. A El Remolino, como en muchos pueblos rurales mexicanos, no llega la red municipal. Así que los vecinos construyeron una canalización que les abastece desde el riachuelo. Ahora, con el vertido de petróleo, ese agua no sirve ni para el retrete.
El Remolino es una de las 73 localidades rurales que conforman el municipio de Papantla, la cuna de la civilización totonaca que construyó ciudades monumentales, sobre un subsuelo de petróleo y gas. Mil años después, el 45% de los habitantes de Papantla sigue siendo indígena. Cinco de cada 10 viven bajo el umbral de la pobreza y, según las estadísticas del Consejo Nacional de Población, no tienen una tubería que les lleve agua a casa pero sí sufren las tuberías de aceite y pozos entre sus pastos.
A falta de una transición energética, el petróleo sigue moviendo el mundo. Nos calienta, nos transporta y hace funcionar máquinas. Con él se producen camisetas de nylon, balones, anestésicos y todo aquello que se deriva del plástico. Pero toda esta riqueza pocas veces se revierte allí donde se extrae.
La historia de la industria petrolera mexicana comenzó aquí, cuando los totonacas le mostraron a un doctor estadounidense de dónde sacaban el chapapote que usaban para ungüentos y pasta de dientes. Fue aquí donde se instaló la primera refinería del país, en 1880, y a finales del siglo XIX se encontró en esta región uno de los grandes yacimientos que permitieron el auge petrolero mexicano –la “Faja de Oro”– y que desarrollaron la ciudad de Poza Rica.
Petróleos Mexicanos (Pemex) es la empresa pública bajo la que se nacionalizó la explotación en 1938. En su época de apogeo, Pemex llegó a financiar el 40% del PIB, y la Faja de Oro suministraba siete de cada diez barriles que se extraían en todo el país. Pero mientras en otros países las empresas petroleras desarrollaron toda una industria de investigación y tecnología a su alrededor, Pemex se ahogó en la corrupción, la burocracia y el despilfarro. El presidente que gobernó entre 2006 y 2012, el conservador Felipe Calderón, abrió la extracción de hidrocarburos a la inversión privada. El siguiente mandatario, Enrique Peña Nieto, amplió este modelo al promulgar la Reforma Energética en 2013, que además otorgó a la extracción de hidrocarburos la categoría de actividad preferencial sobre cualquier otro uso de la tierra, incluso sobre el medio ambiente.
Empresas privadas, responsabilidades opacas
En seis años se adjudicaron 107 bloques para la extracción petrolera, un área de 88 mil kilómetros cuadrados, a 73 empresas. Antes ya hubo contratos a terceros para construir plataformas, centrales u otras obras asociadas que tienen muchos más años de recorrido. De hecho, una de las empresas de Actividades de Construcción y Servicios (ACS), –holding que dirige Florentino Pérez–, Dragados Offshore, comenzó a andar en México en 1998 de la mano de Pemex, a quien construyó una plataforma de proceso y compresión de gas.
Desde entonces, la presencia de ACS en el país ha crecido exponencialmente. México es el sexto país en volumen de negocio para el corporativo español, allí tiene activos por 1.441 millones de euros, que ha conseguido en su casi totalidad gracias a contratos públicos. No es casual que el actual presidente de Avanzia, la marca bajo la que ACS se presenta en el país, fuera subgobernador del Banco de México con la apertura liberal en los 90 y ministro de Hacienda entre 2000 y 2006 con el Partido Acción Nacional (PAN).
El petróleo y el gas son solo un pedacito del pastel de ACS en México, que explota a través de Grupo Cobra y su filial Iberoamericana de Hidrocarburos (IHSA). IHSA tiene en su totalidad o de forma compartida con otras empresas al menos seis bloques petroleros que, según la agencia Efe, le permitirían una producción de más de 40 mil barriles diarios. El subsuelo de Papantla es solo uno de estos bloques: San Andrés.
El bloque San Andrés se adjudicó a la empresa Oleorey, una sociedad creada a medias entre el grupo mexicano Alfa y Monclova Pirineos Gas, filial de Cobra. Estas mismas dos corporaciones ganaron otro contrato en la misma licitación, solo que doscientos kilómetros más al norte, en el bloque Tierra Blanca, en el municipio de Álamo. Allí crearon la empresa Petrolíferos Tierra Blanca, que al igual que Oleorey, son solo nombres fiscales. Por no tener no tienen ni página web. Y su dirección no viene completa ni en Google Maps. Es como una muñeca rusa. Y al contactarlas se cierran en banda y no quieren atender solicitudes de periodistas, ni en México ni en España.
Este método de crear diferentes personalidades jurídicas es el modus operandi de los holding empresariales, donde hay una empresa dominante, en ese caso ACS, bajo la que se subordinan otras empresas. Esto dificulta la rendición de cuentas y responsabilidades y permite, por ejemplo, seguir concursando a licitaciones públicas pese a que en enero de 2019 la Secretaría de la Función Pública del Gobierno de México inhabilitó a una de sus subsidiarias, Avanzia Instalaciones, durante un año y tres meses como sanción por malas prácticas en la licitación de contratos del aeropuerto.
“Se le llama velo corporativo. En la mayoría de las industrias extractivas se invisibiliza el verdadero propietario. Esto dificulta las negociaciones, que de por sí, nunca pueden ser en condición de igualdad entre una comunidad y una multinacional”, explica el mexicano Omar Escamilla, de la consultora Empower, que trabaja en transparencia empresarial.
“Si solo dejaran aquí unos centavitos de lo que extraen, esto sería primer mundo”, dice Francisco Xochicaua en El Remolino, mientras camina entre naranjos para llegar al arroyo contaminado por la última fuga. Es el comandante de la policía comunitaria, una ronda voluntaria que se encarga de vigilar la comunidad ante la falta de servicios del Estado. No lleva arma ni uniforme. Los mayores problemas que enfrenta son pleitos de borrachos y dar fe de incidentes petroleros como este. El derrame no es comparable a grandes incidentes que acaparan portadas como un Prestige; pero eso no exime de cumplir la debida diligencia de la empresa, y no vulnerar los derechos ambientales de las comunidades o al agua.
Esto contradice el propio código de ética de IHSA, filial de ACS, que especifica que la empresa “evita la contaminación y racionaliza el uso de recursos naturales y energéticos” o que “genera riqueza en las comunidades donde labora de la forma más óptima y eficaz”. También contraviene las políticas de gestión ambiental de Cobra o sus valores éticos y los propios acuerdos firmados por el grupo ACS como el Pacto Mundial de la ONU sobre empresas y derechos humanos.
Pemex llegó a la región en los 60 bajo el áurea de progreso que desprendían sus camiones, maquinaria e instalaciones. Establecieron una colonia para los petroleros que incluso tenía clínica, algo que todavía no abunda en estas localidades. Ahora está en ruinas.
“Antes aquí era bien bonito, había muchos peces en el arroyo, hasta camarón, y más selva”, explica la tía de Fermina, María Pérez, mientras calienta tortillas en el fogón de leña. Su marido, Apolinar Tiburcio, flaco como un fideo, recuerda que cuando llegó Pemex empleó a muchos hombres como él para abrir zanjas para los gasoductos. Ahora ya ni da trabajo local ni indemniza cuando les contamina, explica mostrando un papel donde exigen a Oleorey que pague sus naranjos u otras plantaciones que se echan a perder por los vertidos de petróleo.
Mientras los pagos se atrasan, Oleorey y Pemex se pasan la pelota una a la otra. El caso más flagrante es otra filtración de gas y petróleo que gotea incesamente desde abril de 2015 en otro arroyo cercano, Tejones, que bordea la carretera regional y exhibe su contaminación en público. El vecindario de la región ha interpuesto infinidad de quejas, pero la fuga lleva más de 1.600 días. Pemex ha colocado unos diques que evitan que el aceite siga el curso del río, pero el agua sigue contaminada río abajo.
Esta dispersión de responsabilidades ya se deriva de los contratos creados por la administración Calderón. Mientras en la cláusula 14.1 Oleorey –o Tierra Blanca en el otro bloque, porque tienen contratos idénticos– se compromete a “asegurar que los hidrocarburos no se derramen o desperdicien (…) y a evitar el daño a los mantos que contengan depósitos de agua”, la cláusula 14.3. considera que, como finalmente todos los hidrocarburos producidos por la empresa son propiedad de Pemex, la paraestatal será “responsable por daños o afectaciones”.
Francisco Cravioto, investigador y miembro de la Asamblea Veracruzana de Iniciativas y Defensa Ambiental, señala que “estos contratos fueron corrupción legalizada, Pemex dejó sus instalaciones y trabajo a los contratistas que ahora dan el servicio de extracción sin arriesgar nada y sin dejar nada a la gente local”.
Algunas de las condiciones de estos contratos fueron cuestionadas por la Auditoría Superior de la Federación en su fiscalización de las cuentas públicas de 2012 por darle demasiada manga ancha a las empresas. Pero eso es solo una muestra ínfima del modo de operar de Pemex durante años de asociación público-privada, en que llegó a fraudes tan escandalosos como pagar nueve millones de dólares para remolcar desde Emiratos Árabes Unidos una plataforma petrolera que en realidad nunca salió de aguas mexicanas.
Los contratos que firmó Oleorey y Petrolíferos Tierra Blanca establecían que los contratistas debían aportar al menos el 1% del beneficio a las comunidades locales, que se canalizarían a través de los Programas de Apoyo a la Comunidad y Medio Ambiente (PACMA).
El nombre de este programa y el de Oleorey capitanean la barda de la escuela primaria de Emiliano Zapata, otra de las localidades de Papantla, a 4 kilómetros de Remolino. La empresa sufragó la mitad de la valla de la escuela, construyó dos aulas y un techo para la cancha deportiva que protege a los niños del aplomado sol del trópico. Hicieron algunos arreglos como las ventanas o cambiar unas láminas de amianto por otras de zinc, pero la escuela, a la que asisten 99 alumnos de 6 a 12 años, no tiene comedor, ni agua en los baños. “No nos preguntaron qué necesitábamos, vinieron a construir el domo (techo) y ya, pero por ejemplo no hicieron gradas, que nos podrían haber servido como auditorio”, se queja la maestra Maria Isabel Patiño Valle, y explica que ni siquiera les han dado un protocolo por si hubiera una explosión.
La central de turbinas de San Andrés, que bombea el gas que se extrae junto al petróleo, está a menos de un kilómetro de la escuela, y a menos de cien metros de algunas viviendas. En marzo, por ejemplo, hubo un pequeño incendio que se controló, pero vecinos como Patiño sienten que “hay riesgo”.
Cerca de la escuela vive Felipe Gutiérrez, uno de los mayores críticos hacia la extracción petrolera en Emiliano Zapata. Gutiérrez pintó en la fachada de su casa un No al fracking. De los más de 300 pozos en operación en San Andrés, 172 se hacen con este método. “El fracking se realiza en México desde la década de los 90, aunque no se registraba como tal y no hay estudios de impacto ambiental. En los EEUU sí se ha demostrado que pone en riesgo la salud y el medio ambiente, hay evidencias claras de que aumenta los casos de cáncer de mama y las enfermedades respiratorias; pero aquí no hay legislación, y con el secreto industrial no sabemos ni qué sustancias químicas emplea cada empresa. Además se prioriza el agua para la industria antes que para el consumo humano”, explica la ingeniera Beatriz Olivera, del Centro de Análisis Fundar.
A la falta de información se suman las estrategias de división y criminalización de la protesta de los vecinos. Pemex expropió en 1978 el 20% del territorio de Emiliano Zapata e indemnizó a la mitad más uno de los propietarios de la tierra comunal para ganar la asamblea que la rige. El resto, que también sufren las afectaciones del petróleo, no recibieron dinero alguno. Luego, tanto Pemex como Oleorey juegan al desgaste, regatean los pagos por afectaciones y cuando los dan los retardan hasta la impaciencia y en última instancia recurren a la criminalización.
Felipe Gutiérrez y el entonces comisario de Emiliano Zapata, Gumersindo González, fueron acusados formalmente por daños a la propiedad ajena, como represalia por haberse movilizado junto a toda la comunidad en 2014 para cortar la carretera durante tres días hasta que les dieran solución a uno de los derrames de entonces. La demanda no prosperó por falta de evidencias pero amedrentó al vecindario.
Mientras tanto, en las comunidades cuesta ver mejoras. El Libro Blanco sobre los contratos otorgados en 2012 en la zona norte de Veracruz asegura que, desde el 1 de octubre de 2012 (fecha de inicio de Oleorey) hasta el 30 de junio de 2018, debería haber invertido 3 millones de dólares –un 1% de su contrato– en desarrollo sostenible para las comunidades y el medio ambiente, de los cuales habría ejercido 2.382.172 según el mismo documento. Esta reportera no pudo averiguar el desglose de los servicios en que Oleorey y Pemex han gastado ese dinero, pero tal cantidad debería ser visible en un bloque petrolero donde viven unas 15 mil personas.
La historia es calcada en la comunidad de Tierra Blanca Booxter, el epicentro de las extracciones de petróleo y gas natural de Petrolíferos Tierra Blanca, la misma empresa que Oleorey. Para la periodista veracruzana Flavia Morales, “estas comunidades son un ejemplo de las fallas sistemáticas en la aplicación de estos fondos, y son tan sistemáticas que ya lo han asimilado y asumen las migajas y la contaminación con naturalidad”, dice.
La reportera demostró que el gobierno de Veracruz desvió fondos petroleros entre 2015 y 2016, y el exgobernador Javier Duarte, hoy preso por corrupción, no comprobó más de 50 millones de euros. Además encontró obras abandonadas, con sobrecostos o con fallas de construcción y planteamiento graves. El siguiente gobierno veracruzano, del panista Miguel Ángel Yunes también usó esos recursos para sus fines electorales y otorgó las obras a empresas afines. Aunque estos fondos no vienen de empresas contratistas, revelan el mismo patrón de discrecionalidad.
El nuevo presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, que tomó posesión el 1 de diciembre de 2018, ha erigido la recuperación de Pemex como bandera. El mandatario quiere sanear sus cuentas y volver productiva la producción que ha caído a sus mínimos históricos. Originario de una región petrolera, conoce bien “cómo se abandonó a la gente y los apoyos se quedaban en el camino y no llegaban, porque los intermediarios se quedaban con el dinero”, como dijo a finales de enero cuando se comprometió a revitalizar estas comunidades. En Papantla todavía lo esperan mientras el agua para lavarse la cara sigue llegando en camiones cisterna que paga la empresa pública Pemex.
Otros artículos del trabajo:
Este trabajo fue realizado por periodistas de Pie de Página y Proceso gracias a la beca Devreporter para la Justicia Global 2018, auspiciada por Lafede.cat. Una primera versión del texto, firmado por Majo Siscar, con las fotos de Duilio Rodríguez, se publicó en la revista mexicana Pie de Página con el titular ‘El oro negro que destruye el norte de Veracruz‘